Un ejemplo de icono

Escrita por: Laura Cristina Barbosa Cifuentes


«La pobreza, más que simplemente la carencia material, se convierte en un laberinto de oportunidades limitadas y horizontes estrechos. En medio de esta realidad desafiante, nos enfrentamos a una encrucijada donde la falta de recursos y la ausencia de opciones nos empujan a luchar por cada rayo de esperanza. Es en estos momentos de adversidad donde se pone a prueba nuestra fortaleza interior y nuestra capacidad para encontrar significado y propósito en medio de la escasez.»

Consumo de drogas, delincuencia, asesinatos y robos constantes fueron las principales causas que acorralaron a la familia de Manuel Gómez. A partir del año 1UU8, su padre optó por residir en el barrio Yuldaima de la capital Tolimense, buscando refugio de la creciente violencia y la falta de oportunidades que acosaban a su familia. La carencia de recursos económicos les impedía establecerse en una zona más central, lo que los llevó a afrontar un entorno marcado por la adversidad y la escasez.

Un viernes 8 de septiembre de 2017, al caer la tarde, Luis Gustavo compartió con María Helena la angustiante noticia de que esa vez no tendrían suficiente para comer. En medio de la desesperación, Luis tomó la decisión de dirigirse a una esquina del barrio; se sentó junto a un recipiente y, con la esperanza de recoger algunas monedas para adquirir el desayuno, comenzó a realizar malabares con algunas destrezas que había aprendido a lo largo de los años.

No obstante, aproximadamente a las siete de la noche, un grupo de hombres encapuchados los rodeó, sumiendo el lugar en una atmósfera de temor. De manera aterradora, uno de ellos, portando un machete, se aproximó a Luis y lo amenazó de manera directa en su rostro, dejando una impronta de violencia y crueldad en la situación.

A una cuadra más arriba, Manuel, su hijo, se encontraba oculto detrás de un árbol, siendo testigo impotente de la situación, sin tener la capacidad de intervenir. El miedo se apoderó de su mente, dejándolo en un estado de shock paralizante.

Manuel solo podía concentrarse en el profundo dolor que experimentaba al presenciar cómo su padre era herido con un machete en la espalda; la magnitud de esta experiencia era prácticamente indescriptible. En ese instante, su cuerpo empezó a temblar tanto que el exceso de sudoración se reflejaba en su ropa. De manera incontrolable, lágrimas comenzaron a caer una tras otra desde su mejilla hasta su pecho, como testigos silenciosos de la tragedia que se desarrollaba ante sus ojos.

En ese instante, su tristeza se transformó en odio y su subconsciente solo se concentraba en la angustia de ver a su padre convertirse en víctima de unos despiadados asesinos. Estos individuos no dudaron en despojarlo completamente de su ropa y, para empeorar las cosas, comenzaron a golpearlo con patadas en su abdomen y genitales.

El sonido de sus lágrimas se mezclaba con la súplica, creando una sinfonía de sufrimiento que llegaba a lo más profundo de su ser. A una cuadra más arriba, Manuel, su hijo, se encontraba detrás de un árbol, observando impotente la situación sin poder hacer nada. El miedo se apoderó de su mente.

Sus ojos, llenos de inocencia, reflejaban el terror y la confusión al presenciar la brutalidad que su joven corazón no podía comprender. La pequeña figura de Manuel temblaba, sus manos aferradas a la corteza del árbol buscando desesperadamente algo a lo que agarrarse, mientras sus lágrimas caían silenciosas al suelo, testigos mudos de la tragedia que envolvía a su familia. En su rostro, una mezcla de angustia y desamparo pintaban la devastadora realidad que cambiaría su vida para siempre.

Sin embargo, la crueldad no cedía ante la tragedia. No pasaron más de cinco minutos cuando los agresores, alertados por el sonido de la ambulancia y la inminente llegada de la policía, se esfumaron en la oscuridad, dejando tras de sí el eco de una violencia que marcó a la familia Gómez de por vida.

La escena era desgarradora; todos los vecinos se aglomeraban alrededor del cuerpo del señor Luis Gustavo, quien ya estaba desangrándose en el suelo. uno de los enfermeros rápidamente subió el cuerpo a la camilla, mientras dentro de la ambulancia estaba su hijo, abrumado por la angustia, quien de inmediato lo abrazó en un gesto de desesperación y consuelo.

En medio del dolor y la gravedad de la situación, el padre, debilitado pero con serenidad, le transmitió a su hijo estas palabras llenas de amor y resignación: «Todo estará bien, recuerda que siempre trabajé incansablemente para llevar algo de comer a casa, porque ustedes son lo más lindo que tengo. Desde el cielo, los cuidaré.» La emotividad de la escena se acentuó con la promesa sincera de un padre que, a pesar de la tragedia, buscaba brindar consuelo y esperanza a su hijo en medio de la adversidad.

Estas fueron sus últimas palabras, ya que en ese momento su corazón dejó de latir.

Años después, cuando Manuel cumplió quince años, su madre, con escasos recursos, solo pudo conseguir una modesta torta de cumpleaños. En la sencillez de su hogar, la señora le pidió a Manuel que tuviera paciencia, asegurándole que las cosas mejorarían. Pero la respuesta de Manuel fue franca: «Madre, estoy harto de esta pobreza. No necesitamos más promesas vacías. Voy a buscar trabajo y sacarnos de esta situación. No podemos seguir así toda la vida.» Con estas palabras, Manuel expresó su frustración y su determinación de cambiar su realidad.

Una semana después, en un almacén de calzado cerca del barrio Ricaurte, un papel desgastado ondeaba en un poste con una oferta de trabajo que despertó la atención de Manuel. «Se solicita auxiliar de venta, requisitos: experiencia mínima de seis meses y conocimientos básicos en Excel, salario a convenir». Manuel se detuvo frente al anuncio, una chispa de esperanza destelló en sus ojos cansados.

Sin embargo, mientras reflexionaba sobre la posibilidad de postularse, una sombra de duda se apoderó de él. Nunca antes había tenido experiencia en empleos anteriores, y mucho menos había asistido a una institución educativa. La realidad se le presentó cruelmente frustrante, recordándole que su mayor sueño, ser un gran arquitecto, parecía cada vez más lejos. Las cicatrices de la violencia, la drogadicción y la delincuencia marcaban su vida y sus sueños.

En ese tiempo, él sentía ansiedad y desespero, ya que sus días empezaron a complicarse, aunque no fuera evidente. Ahora, su personalidad era irreconocible; su forma de dialogar y expresarse era

soez, consecuencia de todos los eventos iniciales que formaron parte de su infancia. Esta situación marcó notoriamente sus relaciones con las personas de su entorno.

Cuando cumplió la mayoría de edad, consiguió su primer trabajo como reciclador en un local ubicado en la carrera primera, específicamente en el centro de la ciudad. Su jefe, Adriana Ruiz, le solicitaba recolectar por lo menos cinco kilos diarios de cartón, pero esto era muy tedioso para él. Su horario empezaba a las siete de la mañana, caminando por una zona de la ciudad, y en cada establecimiento debía verificar si había algo de estos elementos que se le solicitaban.

Después de recorrer el trayecto, empezaba a mirar qué le funcionaba y qué no, y hacía un conteo de dinero y de elementos de reciclaje. Los días viernes no eran los más productivos para él, ya que no lograba recolectar todo.

Cuando llegaba a su casa, los conflictos se hacían cada vez más fuertes. Su madre le pedía dinero para los gastos, pero él solo reunía cuarenta mil pesos diarios, lo cual era muy desalentador. Cuando estaba en su casa, su ira recaía sobre su madre. Fue un viernes en particular que se disponía a acostarse cuando doña Helena le dijo: «Hijo, la comida no alcanza. Debes ayudarme con más dinero, porque yo sola no puedo». Manuel, de un solo salto, se levantó y empezó a gritar fuertemente: «¿Entonces qué quieres? ¿Que robe o mate para traerte el maldito dinero? ¡Estás muy equivocada, trabaja tú también, vieja mantenida!» En medio de esas palabras, lanzó un plato a su madre, el cual cayó sobre sus pies. Doña María Helena empezó a llorar tan fuerte que se arrodilló a recoger los pedazos rotos del plato.

Manuel se dirigió a su habitación y lanzó la puerta con un solo

estruendo. María Helena no sabía cómo responder; el llanto era su

única salida ante estas situaciones, sintiendo que la historia que había vivido con su esposo se repetía con su hijo Manuel, quien tomaba actitudes violentas sin importar las consecuencias.

Todo se tornaba cada vez más difícil; ella ya no sabía qué hacer con él. Aunque intentaba encargarse de todo en el hogar, sus acciones pesaban más que sus intenciones positivas. Pasaron dos meses, y la madre decidió ingresarlo en una clínica psiquiátrica llamada «Los Remansos», ubicada en el barrio Cádiz. Allí estuvo por un año y medio, acompañado de psicólogos y terapeutas que desarrollaban actividades enfocadas en el manejo de emociones.

Cumplido ese tiempo, Manuel salió de la clínica, y su madre, muy ansiosa, lo recibió con un abrazo a las afueras. Él se sintió muy agradecido por el apoyo que recibió durante el tiempo que estuvo internado. A la semana siguiente, Manuel se matriculó en un instituto educativo, donde empezó desde cero, pero con muchas expectativas de educarse.

Dos años después, Manuel obtuvo su certificado educativo y comenzó a diseñar su hoja de vida, que circuló por diferentes empresas.

Finalmente, fue aceptado en una empresa de textiles. Sus labores básicas incluían realizar el aseo general, gestionar el archivo y organizar la bodega. Su vida empezaba a cambiar; la comida ya no era una necesidad apremiante, tampoco la vivienda ni los servicios. Manuel se sentía tan agradecido que comenzó a asistir cada domingo a la iglesia pentecostal en compañía de su madre. Allí, siempre en medio de un abrazo, daba gracias a Dios por tener al único ser incondicional en todo su proceso como persona.

Fue un lunes, el 14 de noviembre del 2022, a las S:00 de la mañana,

cuando Manuel salía a trabajar. En la avenida principal, un carro lo atropelló, dejándolo en estado vegetativo. María Helena llegó angustiada, pensando que, una vez más, la vida jugaba en contra de su familia. Los siguientes meses fueron desafiantes para ella, sintiéndose impotente por el estado de salud de su hijo. A pesar de todo, decidió seguir adelante y apoyarlo.

Los días de María Helena tomaron un giro radical; cada mañana era un nuevo reto. Levantarse, preparar las comidas, bañar, vestir y asistir a terapias con Manuel. Cada una de estas actividades se convirtió en el nuevo hábito de doña Helena. El amor hacia su hijo fue su motivación para construir dentro de su casa un pequeño negocio de arepas, que ha sido hasta el día de hoy su sustento para sobrevivir entre los escombros.